Por Juan Martín Morando, socio de Legales, BDO en Argentina
La experiencia reciente de Uruguay y Brasil ofrece una clave valiosa para analizar los efectos de una reforma laboral bien o mal diseñada
Días pasados, el Gobierno decidió poner en la mira a la industria del juicio y a los caranchos, en referencia a los abogados y jueces laborales. Si bien existen problemas en torno a las normas laborales y la excesiva litigiosidad, su génesis es ajena a los abogados y a los jueces de Trabajo.
No es novedoso pensar que es necesario, cuanto menos discutir, la necesidad de reformar gran parte de la legislación laboral. Partamos de la base que nuestro sistema en materia de Derecho Individual del Trabajo gira en torno a la Ley 20.744, la cual vino a replicar el modelo de la Ley 11.729 de 1933. Es decir que nuestro régimen se mantiene estructuralmente igual desde hace 92 años, mientras que los trabajadores, los trabajos, los empleadores y las industrias, han sufrido innumerables cambios a lo largo de este siglo calendario. Esta situación, me ha llevado a decir en más de una oportunidad que la Ley de Contrato de Trabajo nació vieja, al igual que Benjamin Button, pero contrariamente a lo que le sucedió al entrañable personaje de F. Scott Fitzgerald, aquella no rejuveneció con el pasar del tiempo. En definitiva, es muy sano cualquier intento de discutir el statu quo y proponer cambios que favorezcan a las dos partes del contrato de trabajo, en la medida en que tal discusión se dé – en un régimen republicano como el nuestro – dentro de los ámbitos que corresponden, es decir, en el seno del Poder Legislativo. Y esto es así, porque las provincias, en el Congreso Constituyente de 1853, han delegado el dictado de la legislación común – entre ellas la de trabajo – al Congreso de la Nación. Por ese motivo, sorprende que desde el Gobierno se pretenda calificar de enemigos a quienes, con buen tino, han decidido poner un límite al abuso de herramientas como los Decretos de Necesidad y Urgencia en situaciones que no ameritaban el uso de tales instrumentos excepcionales.
Por otra parte, la excesiva litigiosidad obedece a un fenómeno indiscutible: el sistema, tal como está diseñado, posee buenos incentivos para el litigio, lo cual perjudica no sólo a las empresas, sino a los propios trabajadores que litigan, y – en menor medida – a toda la sociedad.
La legislación laboral de fondo, sumada a algunas leyes procesales, so pretexto de garantizar el acceso irrestricto a la Justicia, crean muy buenos incentivos para litigar. Y esta idea de que todos y cada uno de nosotros tenemos garantizado nuestro día en la Corte, está ínsita en nuestro ADN argentino. Incluso, hay provincias – como la de Buenos Aires – que lo reconoce como un derecho. Sin embargo, no en pocas ocasiones, es la sociedad la que asume el costo del ejercicio de este derecho, ya que debe sostener directa o indirectamente el costo del Poder Judicial y, cuando necesita de él, se encuentra con tribunales abarrotados de expedientes. Por ese motivo, si han de producirse cambios, ellos deben apuntar a la legislación y no fustigando a los jueces y abogados.
Respecto de los cambios, valen las experiencias vividas recientemente en Uruguay y Brasil. En el país charrúa, mediante la Ley 18.572 de 2009 se decidió la simplificación y oralización de los procesos judiciales en materia Laboral, la cual produjo – según algunas voces autorizadas – una catarata de juicios que llevó a muchas empresas al borde de la quiebra y a otras a reducir su personal para evitar los conflictos. La contracara – aun cuando es el país con mayor litigiosidad por habitante de todo el Mundo -, se dio en Brasil con la reforma de la Consolidação das Leis do Trabalho mediante la Ley 13.467 de 2017, la cual redujo las indemnizaciones y encareció el acceso a la Justicia, produciendo una caída en la cantidad de litigios de entre el 32% y el 42%.
Si bien debe darse la discusión respecto de las normas laborales, de nada sirve si no se apunta hacia donde están realmente los problemas.